Ahora recuerdo a Carlos Martínez Rentería, mi amigo, en el museo José Luis Cuevas, donde había una fiesta por la presentación de un número de Generación, la revista que fundó y dirigía.
El grupo de rock que tocaba ska y punk, congregaba a un tumulto de jóvenes y no tan jóvenes que bailaban y se empujaban con violencia alegre.
De pronto lo vi ahí. Carlos volaba por los aires. Cientos de manos lo llevaban en vilo y lo lanzaban al aire. El reía en las alturas, en posiciones extrañas, como si se multiplicara su cuerpo. Como si fueran tres o cuatro Carlos volando.
Después, en un momento en que dejó de tocar el grupo, todavía agitado, sudando y carcajeándose, Carlos llegó hasta mí, justo al pie de La giganta. Me llevó un vaso de plástico casi lleno de tequila. Los dos bebimos del mismo vaso. “Estuvo chingón el slam”, dijo sin dejar de reír y poniéndose la camisa que en el baile, en los giros por los aires, había terminado despojándose de ella. Luego me dio un beso en la cabeza y me dijo “me da gusto que ya te atrevas a salir con tu silla”.
Cuando terminamos nuestra charla deshilvanada, como todas las que teníamos Carlos y yo, se le iluminó el rostro por el advenimiento de una idea loca y le pidió a un amigo suyo que nos tomara una foto.
Entonces, se volvió a quitar la camisa y llamó a cinco o seis chicas a las que casi desnudó, y no sé cómo pero él y ellas se fueron subiendo poco a poco, como pudieron, a mi silla de ruedas. Encima de mí. De repente tenía unas tetas en la cara. O unas nalgas, para saber. Quiero pensar que eran de alguna chica y no de Carlos.
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